Indiana Jones, Lara Croft
y tantos otros personajes de ficción han creado, desde hace décadas, una
imagen estereotipa del arqueólogo: buen físico en todos los sentidos –sobre todo
por los múltiples combates contra enemigos de todo tipo-, conocimientos
enciclopédicos de cualquier cultura que haya existido sobre la faz de la Tierra
–a veces dan la impresión de tener medidores de Carbono 14 en los ojos-, capacidad para excavar o extraer
artefactos sin documentación previa o permisos, etc. Es cierto que ya en el
siglo XIX y principios del XX, con los grandes descubrimientos –lástima que no
se preste atención a los pequeños y más numerosos hallazgos, en ocasiones más
valiosos que los primeros- se llegó a dibujar al arqueólogo con ese aire que
don Manuel Bendala Galán calificaba
de “realidad en sí misma novelesca” (La Arqueología: el pasado a nuestro alcance.
Salvat, 1985, p. 18) pero que se fundamentaba en grandes figuras que habían
aportado grandes logros, al menos en cuanto a registro material. Seguramente
algunos nombres suenen al lector, como Heinrich
Schiliemann, Howard Carter, Sir Arthur Evans o Walter Alva. Fueron y son famosos por
sus trabajos, aunque muchos de ellos estén, aunque solamente sea en una pequeña
parte, superados por el nivel actual. En el “anonimato”, entendido como un
desconocimiento por el gran público, quedan miles de profesionales que, sin
tener aportaciones tan llamativas, hacen avanzar a la ciencia arqueológica con
paso firme hacia un mejor conocimiento del ser humano y su desarrollo. ¿Y toda
esta introducción por qué? Pues sencillamente porque en la galería de
arqueólogos ilustres hay que incluir a unos pocos ejemplos, eso sí, de lo más
curiosos. Además de no tener formación académica ninguna…¡ni siquiera forman
parte de la especie humana!. No, no, no hablamos de alienígenas ni seres
fantásticos, simplemente de unos pequeños conejos de campo que han ayudado a
descubrir un potente y desconocido yacimiento.
La
noticia, que acaba de publicarse en los medios de comunicación británicos, habla de
una familia de conejos que, gracias a sus actividades haciendo túneles, han
desenterrado una apreciable cantidad de útiles de piedra manufacturados por el
hombre en el pasado. Concretamente hablamos de una zona conocida como Land’s End, en la parte oeste del condado
de Cornualles (Cornwall), en el suroeste
de Gran Bretaña y por tanto en uno
de los extremos de la isla, en un paraje de gran belleza paisajística que
recibe todos los años a miles de visitantes. La aparición, en el exterior de
sus madrigueras, de elementos como puntas de flecha y otros útiles líticos, con
una antigüedad que se remonta a los 8.000 años, han llevado al lógico interés
de los arqueólogos –estos humanos, eso sí- que han procedido a reconocer un
área de más de 60 hectáreas de terreno. Dean
Paton (http://bigheritage.co.uk/contacts-page/deanpaton/),
fundador de Big Heritage, empresa
dedicada a temas de gestión del patrimonio (http://bigheritage.co.uk/),
ha afirmado que la zona puede ser una “mina de oro” arqueológica, puesto que
hay indicios de un sepulcro de corredor neolítico, una necrópolis de la Edad del Bronce e incluso un poblado
fortificado de la Edad del Hierro.
Por ello, Paton tiene planeado
iniciar una campaña de excavación que podría prolongarse al menos durante dos
años, acompañando la excavación y estudio de materiales con la divulgación y la
puesta en valor para su explotación turística, incluyendo el reclamo de los “arqueoconejitos”
responsables del hallazgo.
Artículos de la prensa británica:
Paisaje del Land's End (foto de Pauline Eccles, http://www.geograph.org.uk/photo/780142).